martes, 26 de octubre de 2010

Sin título, por María Jesús Santurtún

Conocí a Jesús en la Escuela de Óptica. Él, embarcado en su tesis doctoral, recurría a la biblioteca en busca de los documentos que no se localizaban en la Universidad Complutense o en las instituciones relativamente próximas. Así dicho, no tiene nada de particular. Sin embargo, él era completamente diferente.

Cuando buscaba un artículo, me pasaba la referencia e inmediatamente después, o antes o a la vez, pues no importaba, se lanzaba a explicarme la idea que le rondaba, la importancia de aquel documento para aquella tesis perfilada y se desplegaba con las palabras y los gestos, la inclinación de cabeza, con todo, de manera que a los dos minutos él navegaba en una esfera a la que yo no llegaba ni podía seguirle pero, a la vez, de aquella manera suya, tan única, te embarcaba en la magia de su ilusión, no importaba no comprender el razonamiento técnico ni falta que hacía, solo había que dejarse llevar por su pasión para estar absolutamente convencido de que se conseguiría lo que fuera y allí donde estuviera. Recuerdo una vez que bajaba a su encuentro con un artículo largamente perseguido, escrito a máquina y en un papel de difícil clasificación. Abrí la puerta del despacho y sin decirle nada alargué las hojas, su cara, sus ojos, sus manos, envueltos en su eterna nube de humo; fuimos a celebrarlo con unas cervezas. A raíz de ahí bromeábamos con aquella tablilla en escritura cuneiforme que sería el próximo objetivo y que, sin duda, encontraríamos porque era él quien hacía que fuera posible.

Buscar lo imposible, tocar lo inalcanzable, Y ahora…, Jesús, hasta siempre.

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