jueves, 14 de octubre de 2010

Contemporáneos, por Agustín González-Cano

Toda la banda, cuando nos reunimos para despedir a Charo, que dejaba de sufrirnos como secretaria.


Juan Ramón Jiménez, acaso el mayor entre los poetas españoles y un pensador de inusitada profundidad, dijo en uno de sus aforismos que el hombre debe considerarse dichoso de haber sido contemporáneo de la rosa. El puro azar de la vida, en la que la búsqueda del sentido parece en ocasiones un ejercicio de claudicación, nos depara a veces acontecimientos tan felices como éste: no hubo rosas en un pasado, no las habrá en un futuro, e igual sucederá con los hombres. Entre tanto, en este breve instante de nuestra convivencia, gocémonos y gocemos de la rosa, precisamente por efímera, como nosotros.
Esta cualidad de contemporáneos es un vínculo muy fuerte y al mismo tiempo muy sutil, precisamente por enraizare en la pura fortuna: la bienhadada circunstancia de nuestra contemporaneidad, la pura casualidad del compartir tiempo y espacio, me permitió, Jesús, recorrer algunos trozos de mi andadura contigo, y afirmo con toda rotundidad –y no es la retórica huera del panegírico la que me anima a ello– que me considero afortunado por ello.
Hay, entre mis contemporáneos, entre mis coterráneos –muchos de ellos aquí también, en estas páginas– seres de excepcional calidad, por supuesto, pero ante todo me huelgo de contar entre mis amigos con personajes literalmente únicos. Y en esa singularidad, tú, Jesús, brillas con luz propia. Siempre fuiste un ejemplo de autenticidad, construiste tu estatura humana sin pararte en barras, sin ceder al miedo o la pereza: fuiste tu propia obra, y lo fuiste en todos los ámbitos. Aunque, en tu caso, hablar de ámbitos es inexacto: toda tu vida se bañaba en la misma, inagotable, a veces agotadora, pasión. Una pasión incontenible, que arrasaba con todo, que nos arrastraba a todos.
No son siempre dichosos los apasionados pero tú, con esa sabiduría que te era tan propia, supiste afrontar los reveses que te tocaron en un reparto que nadie decide, pero del que cada uno sabe bien. Y nunca cejó tu entusiasmo, un entusiasmo que abarcaba todos los territorios imaginables: la ciencia, por supuesto, una ciencia de noctámbulo y casi de místico; África, aparecida en tu vida como una revelación; la amistad, ejercida casi como un sacerdocio; la diversión y las risas, en las que eras un verdadero maestro de ceremonias, y, claro, tu familia, tu mujer, tu hija, a los que te entregaste con mayor pasión aún, puesto que tu pasión siempre siguió brotando de un manantial inextinguible.
En cuanto a mí, sólo te diré una cosa muy simple. En nuestro caminar juntos hubo periodos de intensa convivencia, hubo otros en los que los horarios o la distancia nos separaron, pero siempre te sentí como a una poderosa presencia positiva. Siempre sentí la alegría de verte aparecer. Siempre, en esos breves saludos intercambiados en la barra de la Escuela (qué decir de las largas noches del Iron), me gustó que existieras, que estuvieras ahí, que pudiéramos conversar, o mejor aún discutir, porque yo también soy un apasionado como tú, y, como tú, un amigo de las palabras. No creo preciso decir nada más. A mí también me gustaría que me recordaran de ese modo: como a alguien con quien, simplemente, nos ponía contentos estar.
Seguramente, Jesús, te acuerdas de que, allá por los comienzos de la Cueva, cuando éramos unos chavales, viajamos juntos a un congreso en San Sebastián. Yo creo que era incluso nuestro primer congreso lejos de Madrid. Allá nos fuimos, allá defendimos nuestros posters y allá, claro, buscamos luego un sitio para tomar unas cervezas. Nos metimos en el primer lugar que vimos y comprobamos ipso facto que no era exactamente el que mejor nos convenía. Durante años me echaste la culpa de la elección a mí y me acusabas de haberte metido ¡¡en un salón de té!! (te recuerdo gritándolo indignado muchas veces en la barra del Iron para castigarme). Bueno, nos fuimos de ese salón de té y tuvimos nuestras cervezas aquella noche. Y otras muchas más después en otras muchas noches.
¡Ay, Jesús, quién se pudiera tomar contigo ahora cualquier cosa, incluso en un salón de té!
Aunque, bien mirado, no se me ocurre mejor diseño para la eternidad que el de un bar en el que uno se toma unas cervezas contigo. A ver si hay suerte y existe ese bar llamado Cielo. Y, hasta que lleguen esas cervezas, brindo con ésta que tengo en la mano por ti, por el privilegio de haber sido tu contemporáneo.

1 comentario:

  1. Seguro que tu amigo estará orgulloso de ti esté donde esté, le escribiste un panegírico precioso y muy emotivo

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