martes, 2 de noviembre de 2010

De cuando era pequeño y mis mayores no lo eran tanto, por José María Rico


¿Qué se hizo de la Tabla de Bacon, de la Velocidad, de la Energía, qué se hizo? ¿De la ecuación tarde o temprano resuelta, del problema imaginario, de la circulación y de la sangre? ...
LEOPOLDO MARÍA PANERO, Al oeste de Greenwich

La primera vez que oí hablar de Zoido fue en una mañana de invierno de 1997. A unos cuantos frikis nos dio un flús, así como un respingo raro, cuando oímos a Eusebio Bernabéu afirmar que un doctorando suyo había emigrado a América para despabilar a un Premio Nobel. Eso entendí yo, claro, y pensé que lo que había que despabilar a esa hora -la de alba sería– eran mis entendederas: “lo del Nobel es que no he desayunado bien”, creí. En el descanso me tomé un café, y al volver no me quedó más remedio que despertarme del todo, porque Bernabéu anunciaba que el protagonista de esta historia había tenido que demostrar una versión más potente del teorema central del límite para abundar en la investigación que llevaba a cabo.

La mañana de que hablo ha quedado perenne en mi memoria de esos años, como otros recuerdos de entonces que, por queridos u odiados, tienen un relumbre especial, distinto al común de los que fui lañando en el tejer de aquellos días.

Tan vivo como esa mañana es aquél en que Bernabéu, que a mis ojos tiene trazas de aparición mariana –es una licencia poética, profesor- se presentó en clase de Gravitación y Cosmología, Alberto Galindo mediante, para hablarnos de los proyectos de investigación en el Departamento de Óptica.

No sabe uno cuándo la vida le va a dar un vuelco, y ejecuté la voltereta en el Grupo Complutense de Óptica Aplicada, al terminar la carrera, bajo la tutela de José Alonso, primero, y posteriormente bajo el paraguas definitivo de Javier Alda.

Miento si digo que no pasé las tres primeras semanas flipao con la gente que trabaja allí, especialmente con Agustín. En mi casa, hablaba más de los integrantes del Aserejé que del trabajo que me había sido encomendado por mis tutores. Un ejemplo de cómo funcionan las cosas era la costumbre de dar apodo al “nuevo”, tan consustancial al miembro del AOCG como al fraile el hábito. Conocí entonces a “El Chamo”, contra-alias Héctor Canabal; “Informix”, contra-alias José Antonio Gómez Pedrero; “Pikachu”, contra-alias José Bienvenido Sáenz Landete y un etcetera larguísimo que terminaba en el “Gordo Cabrón”, alias “Big-Foot” y otros alias diversos, a quien temía y respetaba, no sé más si lo uno o lo otro, Juan Antonio Quiroga. Yo me quedé en Chemita, menos mal.

Mis horas pasaban entre el alucine y la lectura de artículos de investigación, y en una de aquellas semanas, Javier me habló de la conveniencia de mantener una reunión con todos los que estábamos involucrados en el proyecto que tenía entre manos. El nombre de éste era Antenas Ópticas.

Al día siguiente, nos juntamos José Manuel López Alonso, Javier Alda, Jesús Zoido Chamorro y quien firma en la sala que el Departamento había habilitado para estos menesteres (no tengo la certeza de haber nombrado a todos, ¡corregidme!).

Y de esta forma, conocí a Zoido -así le he llamado siempre- no como presencia metafísica, sino como el tío majo que era. Sin embargo, no vinculé el apellido de Jesús al azote del Nobel que había hecho las Américas hasta mucho más tarde.

Ese tarde fue el pronto que le dio a Javier a mitad de mi tesis. Cogimos los bártulos y una mesa holográfica. Y nos instalamos en la Escuela de Óptica (Pasado un tiempo, comprendí que aquel comportamiento extemporáneo de mi jefe obedecía a una reflexión meditada antes que a un estado de locura transitoria. Sus frutos ha dado, y bien que mereció la pena.)

Entre que llegaba esa vendimia, trabajaba, era presentado a gente nueva, y charlaba con aquellos pocos que ya conocía de antes. Entre estos estaba Zoido (como ya han dicho algunos, Jesús era un gran conversador)

Una tarde, hablando con Javier en su despacho, se me encendió una luz. Éste me mostró la tesis de Zoido, y caí en la cuenta que aquel doctor del Departamento que había trabajado con Glauber…¡no era otro que Jesús!

Así llegué a conectar aquel suceso con éste, y, desde entonces, cada vez que veía a Jesús en la moto o por los pasillos, no dejaba de imaginarme cómo habrían sido esos años con los yanquis, y a qué se habría dedicado allí.

Alguna vez le pregunté sobre el particular, más a medida que mi contrato se acercaba a su fin, y un día, en el hall de la Escuela, me animó a irme fuera de España, como él había hecho cuando le tocó, y vaya año que me he dado en Francia.

La última vez que supe de Jesús fue en un Star-Bucks, en la glorieta de Bilbao, una tarde, hace unas semanas. Tuve que llamar a Javier Alda para preguntarle si lo que el correo decía había pasado de verdad. Y desde entonces, una astilla molesta, un metal apagado, una penumbra; no pensé, no creí, la verdad, Jesús, que tu nombre fuese un lugar de nuestra alma.

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