viernes, 5 de noviembre de 2010

Emotivista, Jesús, emotivista, por Íñigo Ortiz de Urbina

Hace años que me desperté escuchando cómo mi madre llamaba a mi tía y le decía que mi padre se había desplomado, que no sabía si estaba muerto (lo estaba). Opté por seguir en la cama, esperando que fuera un sueño (no lo era). Siguió el ruido y siguieron los acontecimientos, y mis hermanas y yo nos juntamos en mi cuarto escuchando cómo se desarrollaba todo, sin atrevernos a salir a la realidad del salón. Al cabo de un rato mi madre entró, nos dijo lo que ya sabíamos y nos dijo que podíamos besar a mi padre (su cadáver).

Veintiséis años después, salgo corriendo de la ducha porque un utensilio entonces inexistente me avisa de que me llama “Jesus_Zoido”. El agua me resbala mientras te respondo a los gritos: “Zoido, ¿qué haces levantado?”. Me contesta otra voz. “Soy Zoido, sí, pero no soy Jesús. sino su hermano”. Mierda. “Te llamo porque sé que ERAIS amigos”. Mierda, mierda. “Jesús ha fallecido”. Mierda, mierda, mierda.

Nos conocimos en tu año en Harvard, cuando apareciste con esa horrible americana color vino, y para mí siempre seremos el CD de Jarabe de Palo que me había regalado María y que tú fingiste haberme devuelto (y me devolviste meses después, capullo). Y nuestra conversación bajo la lluvia. Claro que te acuerdas.

Marzo de 1998, Jesús, y tú y yo bajo la lluvia. Había un soportal, es verdad, pero a los dos nos gustan demasiado el vino y el drama, y ahí estábamos: a cinco metros de guarecernos, pero bajo la torrencial lluvia. Tú me insistías en esas tonterías sobre las que discutiríamos años y años, hasta que te has borrado de la discusión: cómo demonios podía yo estar tan seguro de que había cosas correctas y cosas incorrectas; dónde, en tus queridos espacio y tiempo, encontraba yo un sitio para el bien y el mal. Dónde, en ese espacio y ese tiempo, encontraba la certeza de que mutilar niñas y encelar mujeres tras espesos burkas estaba mal. Y yo, siguiéndote el juego, argumento tras argumento. Y tú, argumento tras argumento, intentando joderme los míos. Dos peleones, cada uno desde nuestra esquina. Y mi argumento ganador: si todo fuera tan banal, por qué cojones te preocupas por cómo vives tu vida y qué les haces a los demás (y ése fue el problema, Jesús: que tú no querías preocuparte por cómo vivías tu vida, pero sí por lo que les hacías a los demás, y en realidad ambas cosas son lo mismo).

Nunca te acordabas del nombre de aquello que pensabas. Por última vez: emotivismo, Jesús, emotivismo. Así se llama a pensar que los juicios sobre el bien y el mal son sólo expresiones de lo que uno piensa, de sus emociones, lejos de la verdad y la falsedad que tanto os gusta a los físicos. Pero no eras el primer emotivista listo de la historia, y tampoco eras el primero en ser una contradicción andante. Muchos han sostenido teorías sobre la ética tan estúpidas como la tuya, y ellos también las han negado día a día con sus acciones. Mientras otros afirmaban la existencia de grandes verdades sobre la justicia sin mover un dedo para hacerla realidad, ellos negaban que la justicia fuera algo de lo que pudiera hablarse con sentido, pero peleaban a muerte por ella: Russell montaba su tribunal contra Estados Unidos por Vietman; a un viejo Ayer le partían el hombro en una manifestación contra la segregación racial en Sudáfrica. Como ellos, tú eras capaz de negar contumazmente la relevancia de cualquier juicio ético durante dos horas, para treinta segundos después partirte la cara por aquello que considerabas justo. Su contradicción, y la tuya. Una vida dedicada a convencer a los demás de que nada importaba, cuando para ti importaba todo. San Manuel Bueno, a la inversa. Y ahora te has ido y ya no podré convencerte de que dejes de decir tonterías, capullo.

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