martes, 23 de noviembre de 2010

Palabras para Jesús, por Agustín González Cano

Queridos amigos,

para mí es un auténtico privilegio el poder intervenir en este auditorio y oficiar así de este modo de portavoz de tantos compañeros en un momento tan solemne y en un acto tan entrañable como éste. Pero, a la par que un privilegio, es también una inmensa responsabilidad. Intentar glosar en un tiempo tan breve una personalidad tan rica, de tan múltiples facetas como la de Jesús es un ejercicio imposible. Renuncio a él desde este momento, trataré sólo de esbozar brevemente cuál fue su trayectoria académica, trayectoria que compartimos muchos de los aquí presentes, y de evocar su figura a partir de palabras que ni siquiera serán mías, sino de todos, las de todos los que han contribuido a la redacción del libro homenaje, esas palabras que aparecen y aparecerán ya siempre allí y en el blog que abrimos a tal efecto.

Durante estas semanas el mantener el blog se ha convertido en un trabajo realmente gratificante para mí: puedo decir sin exagerar que es una de las tareas que con más gusto he llevado a cabo desde que estoy en la Universidad, y ha sido así porque el elevado número de textos que hemos recibido no sólo constituye una abrumadora muestra de ternura y cariño hacia el Jesús que todos quisimos tanto, sino que además resultan componer, en su multiplicidad, un extraño diamante, de tantísimas facetas como tenía Jesús. Cada uno con su estilo, cada uno desde su particular ángulo (y cuántos ángulos fuimos capaces de encontrar, y qué insospechados), nos regaló su pincelada para completar un retrato preciso, emocionante, tan exuberante y vital como Jesús era, y ninguna de esas pinceladas estuvo de más. Y tantas otras palabras que no quedaron registradas allí, y tantas otras presencias que acompañaron a Jesús en su andadura han dejado también allí y aquí su huella, y el resultado es esta hermosa obra de arte que hoy culminamos: la manifestación de nuestro cariño, de nuestro respeto por Jesús, de nuestra añoranza de Jesús, pero sobre todo de la alegría de haber conocido a Jesús. Y es Jesús el responsable de este pequeño milagro de que tantos hayan cogido la pluma o el teclado del ordenador y hayan dejado salir sus emociones, sus sentimientos y hayan compartido unos con otros y con todos los demás textos de variadas longitudes, de diferentes grados de intensidad, pero todos de una autenticidad que pone la piel de gallina, una autenticidad que es, por supuesto, la que siempre definió a Jesús.

En mi contribución a ese gran retrato o gran paisaje calificaba a Jesús de mi contemporáneo (o, por mejor decir, me reconocía con orgullo como contemporáneo suyo). No ostento mucho más mérito que ése para estar ahora subido en esta tribuna: el haber sido beneficiario de ese afortunado azar. Pero, desde esa condición casi mágica que me permite compartir la perspectiva de todos estos años con ustedes y también con Jesús, me gustaría, sólo un momento, y ya que éste es un acto que organiza, como no podía ser de otro modo, la Escuela de Óptica, recordar qué es la Escuela, qué fue la Escuela para Jesús y sobre todo Jesús para la Escuela. Porque, a la par de contemporáneos, las circunstancias quisieron que fuéramos también otra cosa: pioneros, miembros de esa generación de profesores que pobló la Escuela en la segunda mitad de la década de los ochenta del pasado siglo. Hoy, precisamente hoy, se cumplen veintitrés años de mi incorporación a la Complutense. Jesús entró un par de años después, otros ya andaban por aquí, pero habían entrado apenas un par de años antes. No es que no existiera la Escuela, no es que otros profesores no nos hubieran precedido y hubieran aportado su esfuerzo para crearla, para consolidarla: todo homenaje para ellos es poco. Pero, cuando llegamos esa generación de contemporáneos que hoy constituimos el grueso del profesorado de la Escuela quedaba tanto por hacer… ¡Estaba tan lejos la Escuela! Mucho, mucho más lejos que ahora, casi en otro planeta, casi en el corazón de las tinieblas. No se olvide que no se podía llegar aún por la M-40, que ni se soñaba siquiera con el eje O’Donnell, que la Avenida de Guadalajara limitaba con la mayor extensión de chabolas de la ciudad, que no se habían ni diseñado calles por las que hoy transitamos, como Aquitania, que la enunciación de la mera posibilidad de un centro comercial como el de Las Rosas hubiera promovido la carcajada. Hasta el Metro estaba más lejos que ahora de la Escuela, porque para llegar a él había que atravesar espacios salvajes donde uno podía tener malos encuentros: se organizaban convoyes en la puerta para navegar por mares tan procelosos a las horas increíblemente tardías en que se salía de aquí entonces.

Hubo en esos tiempos heroicos muchos laboratorios que montar, hubo muchos, muchísimos exámenes que corregir, listas que ajustar, asignaturas enteras que desarrollar, infinitos cambios de planes de estudio. Todos arrimamos el hombro, qué duda cabe, pero qué bien cuadra, no me digan que no, esa imagen del incansable Jesús, en sus horarios de las antípodas, agarrando el soldador durante horas, para simbolizar la dedicación apasionada y generosa del profesor universitario, que tan claramente se pone de manifiesto cuando las condiciones en las que se imparte la docencia no son las óptimas. Qué acertados son todos los comentarios (ojo: de compañeros, pero también de ex-alumnos, valórese este dato como merece) que recuerdan cómo Jesús nunca sabía cómo marcharse de las clases, cómo se embadurnaba de tiza, cómo estaba siempre disponible para atender a un alumno o para discutir de los temas más variados. Si tuviésemos que ponerle una cara y un nombre al amor por la docencia, a eso que podemos llamar vocación, con todas sus resonancias sacerdotales, la cara y el nombre de Jesús, desde luego, no desentonarían.

Pero si Jesús fue un pionero en la Escuela no lo fue menos en la Cueva, en el grupo de investigación que se formó en aquellos años de nuestra llegada en torno al profesor Bernabéu. ¡Vaya tiempos aquellos! De nuevo, la necesidad de fundar, de crear: compras de material, tareas peregrinas (alguna se ha convertido en legendaria, como la de la señal de tráfico de los millones de LEDs), trabajos que se prolongaban por horas o días o noches… Y todo en un ambiente literalmente maravilloso. Y no exagero ni me dejo llevar por la nostalgia: todos los que vivieron aquello saben que no miento. Y de nuevo Jesús como constante presencia benéfica, con ese buen humor, representante de una vitalidad que lleva siempre aparejada, para ser de verdad, su poquito de caos, su poquito de desastre.

No parecerá sorprendente que en un acto como éste un orador ensalce al homenajeado, y que además asegure a la concurrencia que sus elogios son merecidos. Bien: yo ensalzo a Jesús como a un universitario ejemplar, un investigador y docente entusiasta, infinitamente generoso. Y aseguro a la concurrencia que esos elogios son merecidos. Y la concurrencia sabe que lo son, porque la concurrencia conoció a Jesús y sabe que no es preciso mentir o exagerar para hablar bien de él.

Pero, con todo, este justísimo reconocimiento de los méritos universitarios de Jesús palidecería si se comparara con el que le debemos por sus méritos exclusivamente humanos. De nuevo me remito a lo que han dicho sus amigos, sus compañeros: excelente (y agotador) conversador, diestro en el arte de la diversión y el encuentro (ese Iron que casi todos mencio-namos), desastroso en la puntualidad, pero cálido, acogedor, una de esas personas a las que uno agradece simplemente que vengan, que anden por ahí, que existan. Y valiente, muy valiente, y también a ratos inconsciente, que es algo que no se sabe muy bien cómo distinguir a veces de valiente: explorador en Vespa, de África y de Madrid, fotógrafo, organizador de exposiciones artísticas, orador furibundo que expresaba elocuentemente sus anhelos de justicia social, su incomodidad por la existencia de tan terribles desigualdades entre los pueblos de la Tierra…

Un tío irrepetible, qué quieren que les diga. Único en su género. Alguien que merece la pena haber conocido, alguien que simplemente es imposi-ble que se muera del todo: Jesús Zoido y muerte son términos tan contradictorios que su sola asociación parece una inconsistencia física de un calibre tal que se necesitaría un investigador tan aguerrido como Jesús para explicar cómo un universo que no se haya vuelto completamente loco puede permitirse semejantes desmanes.

No es preciso, creo, añadir nada más. Salvo, por supuesto, lo más impor-tante: más allá de que este acto nos permita a nosotros, sus compañeros de la Universidad, en este marco académico, homenajear al profesor que fue Jesús Manuel Zoido Chamorro, lo fundamental es recordar que entre todos constituimos un mapa de Jesús, que cada uno ostenta en su corazón un trocito de Jesús, un trocito dulce, uno de esos de los que uno no querrá desprenderse nunca, como Cuqui nunca querrá desprenderse de esa camiseta que hicimos (qué bonito tu texto, Cuqui), y que ese mapa, ese retrato, ese paisaje, son intangibles, sólo se suscitan cuando nos juntamos todos, como ahora, como aquí, y que ahora, aquí, ese mapa de Jesús, de tan variada orografía, de tan rica flora, es, gracias a que estamos juntos, tangible, visible, y así, humildemente, y con todo el cariño, podemos entregárselo a quienes Jesús más quería, a su familia, a su mujer Ferdulis, a su hija Awita.

Y ya, por supuesto, me callo, porque si no, me parece, vendrá Jesús y me dirá: “mira que eres pesado, Agustín, acaba de una vez y vámonos a tomar ya esas cervezas”. Claro que sí, Jesús, cuando quieras. De hecho, desde hace unos meses todas las cervezas que me tomo me las tomo contigo. ¡Brindo por ti, maestro!

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